Accesibilidad: una bella utoía. Por Iñigo Zunzunegui

Diciembre de 2016, Manolito se encuentra en la cuarta planta de la facultad de Informática donde hace casi cuatro años que comenzó sus estudios. Ha abandonado su clase de ELP antes de la finalización y ahora pasea sus 90 kg de humanidad de vitrina en vitrina del museo mientras espera a que le reciba su director de TFG.

Tres pisos más abajo, en el aula 10, sus compañeros de último curso debaten acaloradamente sobre la igualdad de género, sobre el escaso número de mujeres que cursan los estudios de informática y sobre los motivos que podían haber llevado a esta situación.

Un piso más abajo Sánchez gobierna en la cafetería. Lleva ya media hora con el grifo del vapor calentando la leche. Se masca la tragedia que algunos alumnos vaticinamos hace tiempo. En su afán por descubrir el punto de sublimación del acero ha reventado la cafetera y la facultad se ha convertido en un mar de llamas.

La gente corre despavorida. Manolito, atrapado en la cuarta planta, se precipita a la ventana presa del pánico. Descubre con alivio que los bomberos han venido en su ayuda. El monóxido de carbono va minando sus fuerzas y cae desmayado. Un estado de semiconsciencia le trae sonidos lejanos de sus compañeros dirimiendo la posibilidad de que fuese rescatado por:
A) Un rudo bombero con el pecho depilado, mis marzo en el calendario de 2014.
B) Una apuesta bombera que sacó la oposición con unas pruebas adaptadas a la condición física de su género.

Madrid 2045. Son las 8 de la mañana, un esbelto cincuentón se despierta en el dormitorio de una céntrica calle madrileña. Un holograma dibuja un bonito día en la desnuda pared de la habitación. Los altos niveles de contaminación de la ciudad exterminaron primero los coches de combustión y acabaron llevándose por delante también las ventanas de los edificios, sustituyéndolas por filtros de aire y realidad virtual. Por los altavoces de ambiente suena la irritante protesta de las cotorras argentinas, única especie que ha conseguido sobrevivir en la ciudad, en un patético intento por hacer agradable el inicio del nuevo día.

«Cinco minutos más y me levanto…», pero tres veces después de repetir la frase el reloj ha devorado un cuarto de hora muy valioso y Manolito (Don Manuel desde hace unos años) debe apresurarse si no quiere llegar tarde al trabajo. Sin mucho convencimiento y sin ninguna otra opción se levanta de la cama e inconscientemente se rasca el culo mientras camina con paso inseguro hacia el baño.

«Sebastián, pon la ducha a 27º C». Ya no recuerda en qué momento se le ocurrió un nombre tan absurdo pero después de tanto tiempo había cogido cariño a su fiel asistente. El agua que le cae por la cara le hace conectar poco a poco con la realidad y recuerda que hoy se cumplen treinta años del incendio en la Facultad de Informática donde él estudiaba. Desde entonces nada volvió a ser lo mismo. Recordaba con una sonrisa cómplice al pobre Sánchez que desde aquel día se negó a servir un café que no fuese con hielo, pero también se acordó de él, tirado en el suelo de la cuarta planta y rogando que alguien apareciese en su rescate, mientras el monóxido de carbono le sumía en la inconsciencia. Ya hace tiempo que los recuerdos no le dolían y una vez al año se acordaba a modo de homenaje de aquel espíritu abnegado que le salvó la vida. Pero había pasado demasiado tiempo en el suelo mientras los que movían los hilos de su destino consensuaban quién sería su rescatadorx. El resultado fue un edema cerebral que acabó provocándole una severa pérdida de visión.

«Sebastián, calienta la tetera» (Juan Valdés y él no hacían buenas migas desde aquel día) «llama a la oficina». La báscula le dio la primera buena notica del día: «Su peso es de 75 kg». Habían pasado ya tres décadas y Manuel se vestía maravillado de los cambios que le había tocado vivir en todo este tiempo. Su amigo el bombero ahora trabajaba en paridad con sus compañeras bomberas. No cabe duda de que el cuerpo había mejorado considerablemente pero por si acaso él decidió adelgazar unos kilos.

«Sebastián conecta la alarma, llegaré a las seis de la tarde, quiero la casa caliente para esa hora». ¿Llevaba las llaves?… se rió recordando que eso quedó obsoleto en los años 20′ \ y la lectura de la retina en los 30′. El ascensor seguía existiendo pero reconfortaba saber que ya habría detectado que abandonaba su apartamento y le estaría esperando en la planta. «Al garaje por favor» donde le esperaría el aerotaxi que su fiel asistente Sebastián había pedido para él.

Al salir del taxi se ajustó las gafas. Conocía perfectamente el camino a su puesto de trabajo pues había desgastado muchos bastones castigando la acera con su poco delicado palpar, pero ciertamente prefería confiar en sus gafas que discretamente le guiaban por su itinerario sorteando todos los obstáculos. En su puesto de trabajo le esperaba su Pineapple que se hiciera con toda la cuota de mercado de portátiles gracias a su versatilidad y facilidad de uso. Como siempre disfrutó de sus siete horas de programación orgulloso de haber podido sobreponerse a las dificultades y feliz de que la tecnología se lo hiciese posible.

Ya de regreso a casa, se tomó su tiempo para prepararse un reconfortante gin-tonic y, sentado en su sillón favorito, pensó en aquellos chalados que un buen día, enarbolando la bandera de la accesibilidad, lograron convencer a sus compañeros para que se les uniesen y consiguieran con el tiempo construir un mundo mejor para todos los Manolitos. No encontraba una mejor forma de terminar el día que brindando por ellos cuatro.

Accesibilidad: una bella utoía. Por Iñigo Zunzunegui

Deja un comentario