Accesibilidad: Delirios utópicos. Por Daniel Báscones

Han pasado unas cuantas décadas desde que la conocida como «generación laureada» terminara la carrera de informática. Pedro recordaba aquella tarde de enero que estaban tirando, una tarde más, en la cafetería. Sánchez había roto ya tres vasos ese día, y un portabandejas había resultado accidentado. Nada fuera de lo normal. Matilde le preguntaba otra de sus chorradas:

-Pedro, qué famosa te gusta más, ¿la Pedroche o la Simón?
-No me vas a pillar otra vez Matilde- Pedro sabía que contestar a esa pregunta envenenada bien podría costarle una noche en el sofá. Ambos se habían mudado juntos a un piso compartido, ya que estaban hartos de convivir con completos desconocidos que no lavaban su ropa y cuya dieta consistía en comida precocinada. Ya llevaban un tiempo juntos, y Matilde ya se había hecho con el reinado del colchón.
-Venga Pedro, que no me enfado, te lo prometo. Es una simple pregunta para una encuesta de ética.
-Está bien- Contestó -Supongo que si me tuviera que quedar con una sería con la Pedroche. Me parece más amigable. Además, seguro que sabe mucho de cocina ahora que se ha casado con ese chef tan famoso…
-Sí, al que no le llegas ni a la suela de los zapatos- Rió Matilde.

Resulta que Pedro tenía una extraña enfermedad degenerativa que le hacía perder la sensibilidad en las papilas gustativas. Desde hacía algún tiempo notaba que la comida no le sabía tan bien como siempre. Eso sí, había pasado de pesar unos saludables 110 kilos a 80, lo cual unido al gimnasio había sido su principal baza para la conquista de Matimí (Así llamaba cariñosamente a su novia). Es por ello que no le daba especial importancia y lo veía como algo bueno, hasta que un día estudiando para el examen de ética le sucedió algo a lo que no podía dar crédito.

El dedo índice de Pedro se movía a la velocidad de un fórmula 1 mientras hacía scroll por la wikipedia de la asignatura. Pedro asumía que ya se sabía casi todo y no prestaba especial atención a lo que se decía. -Si al fin y al cabo es un examen de dar tu opinión, no necesito estudiar- pensaba. Pero algo pasó por el monitor que hizo que por el rabillo del ojo Pedro avistara un enlace de color morado, que leía «Trabajo:Accesibilidad». Intrigado sobre por qué no había un espacio tras los dos puntos (como indican las reglas de corrección de la RAE), pinchó en el enlace. -Si está morado es porque algo bueno he abierto hace tiempo. Yo siempre abro cosas súper interesantes- pensaba con la seguridad que lo caracterizaba. Poco a poco se le fue iluminando la cara, con una sonrisa cruzada como la de un niño traviso. -¡Lo tengo!, debo tener una especie de ceguera palatal- concluyó. -Y cada vez va a peor-. Lo que en principio había sido una brillante idea poco a poco iba sumiendo a Pedro en un sollozo interior. -¿Qué voy a hacer?, esto no puede acabar así, no quiero que acabe así-.

Pedro siempre había sido un activista. De los de renombre. De los que dicen y hacen. De los que donan cuando la wikipedia pide dinero. De los que son gallitos de pala y no de pico. Acababa de recibir un regalo divino y no lo iba a desaprovechar. Pensó que si unos compañeros habían conseguido diseñar unas pautas para facilitar la informática a los deficientes visuales, él podía hacer algo similar con su recién descubierta enfermedad. Pero, ¿era una enfermedad?. Pronto se dio cuenta de que para seguir con su propósito necesitaba la ayuda de algún médico, o con conocimiento en química, o similar, porque él desde luego no tenía ni idea. -¡Si casi no sé ni desplegar un servidor de echo tcp!-. Con la noche acechando, y viendo que tenía clases al día siguiente, decidió ir a dormir y postponer su disquisición para otro momento. Por suerte Matilde parecía haber olvidado la hora del almuerzo y lo aceptó sin rechistar a su lado. Ambos se acurrucaron cuales pingüinos, pues el butanero se había olvidado de hacerles la entrega de la bombona del mes. -Al menos es más romántico así- dijeron casi al unísono. -Buenas noches-. Un brazo temeroso salió desde bajo las mantas y apretó el interruptor de la luz.

[…]

Pedro, o Dr.Pedro como le gustaba que le llamaran, despertó sobre una montaña de papeles mojados en su consulta. Alguien aporreaba la puerta al otro lado de la mampara translúcida.

-Erhgghr, ¡pase pase!- dijo mientras se apresuraba a organizar el desastre que tenía sobre la mesa.
-¡Hola, Pedrito!- El retintín de la frase hizo que las legañas saltaran de los ojos de Pedro. Su secretaria se mofaba de él cada vez que se dormía en la consulta. Aun así eran buenos amigos, se conocían desde el colegio.
-¿Ya has vuelto a dormirte, Pedrito?- Pedro llevaba tres noches seguidas enfrascado en sus investigaciones. Sabía que estaba cerca de dar con la proteína causante de su enfermedad, y a partir de ahí crear la cura.
-¿Dormirme, yo?, llevo toda la noche en vela, trabajando- Replicó mientras volvía a colocar los papeles sobre su mesa.
-A este paso vas a volverte majara, deberías tomar un…-
-¡Eso es Augusta!- En ese momento las piezas del puzzle encajaron en el cerebro de Pedro. -¡No es un problema físico, es psicosomático!-.

En los últimos treinta años Pedro había dejado el tema informático y había hecho la carrera de medicina para trabajar en la cura de su enfermedad. En el trayecto había hecho también un Máster y un Doctorado, y ahora trabajaba como traumatólogo de los deportistas del centro de alto rendimiento. En la clínica trabajaba también su amigo Tomás, «psicólogo de nacimiento», como lo apodaban. Su pelo rizado y voz firme hacían que salieras de consulta con el ánimo por las nubes, pero sus discursos motivacionales eclipsaban muchas veces su talento como conocedor de la mente humana. Ya en alguna ocasión había discutido con Pedro las posible raíces de su enfermedad, pero siempre había algo que se les escapaba. Ese algo era lo que Pedro acababa de encontrar.

Como una centella entró Pedro a la cafetería, donde sabía que encontraría a su compañero de faenas:

-¡TOMÁÁÁÁÁSSS!- Gritó mientras se deslizaba por el suelo pulido como una estrella de rock. -¡LO TENGO!, y todo gracias a tí- dijo mientras lo abrazaba con todas sus fuerzas. -¡Por fin vamos a poder curar la enfermedad!-.

Por fin el trabajo de años había dado sus frutos. Las noches sin descanso y los cortes con los cristales del laboratorio al fin merecían la pena. La enfermedad había resultado ser más común de lo que se conocía, y era la potencial causa de las ingentes cantidades de comida que sobraban a diario en restaurantes de todo el planeta. Esto había hecho que su cura fuera de un gran interés económico, y ambos sabían las repercusiones que tendría la publicación de un artículo sobre el tema.

Sin perder un minuto, Pedro se apresuró a escribir en detalle el procedimiento de obtención de la vacuna, y donde explicaba que sería necesario un apoyo psicológico para combinando ambas técnicas vencer la enfermedad. Con la ayuda de Tomás pronto tuvieron listo un fantástico escrito. Pensó en este momento en aquella tarde, aquel momento en el que decidió seguir su instinto de programador y revisar una vez más aquello que ya había visto. Aquellos compañeros sin los que ahora, probablemente, su vida sería en tonos grises, en la que probablemente se pasaría las tardes tras un ordenador, frustrado por la incompetencia de sus compañeros, acongojado por la llegada del lunes cada semana. Pero Pedrito había arriesgado, como él decía «sólo tienes derecho a arrepentirte de lo que haces», pero en este caso él estaba muy orgulloso.

Tras la publicación de su artículo anduvo viajando junto a Tomás por toda España, concediendo entrevistas en programas de renombre, donde incluso se atrevían a hacer bromas sobre un futuro Nobel. Hacía tiempo que Cristina había relevado a Susana Grisó en el papel de presentadora de Espejo Público. Tras unas conexiones con los pueblos pirenaicos para informar sobre las temperaturas de 30 grados en pleno invierno, Pedro hizo su estelar intervención. Numerosos colaboradores compararon su hazaña con el descubrimiento del generador de fusión nuclear de hidrógeno, gracias al que se había sustituido el petróleo como combustible.

Pedro volvió a casa tras unas semanas de trajín por aquí y allá. Esperaba una cálida bienvenida de su esposa y dos hijas, pero siendo la una de la mañana encontró en su lugar un plato de repollo cocido. Resopló con resignación y, al disponerse a coger los cubiertos, descubrió una nota bajo la servilleta:

«Pedrito Pedrito, así que durante dos semanas no tienes tiempo para mí, pero vas al programa de la Pedroche sin decir nada, eh? Menos mal que yo sí que me preocupo por tí. Te he preparado un delicioso repollo cocido ahora que has recuperado el gusto.
Besitos, Matimí :)»

Pedro durmió en el sofá.

Accesibilidad: Delirios utópicos. Por Daniel Báscones

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